A veces, cuando todo está callado, cuando solo sus notas se expanden en la noche y sus melodías se convierten en un todo es cuando Chet se hace grande. Dicen que la sensibilidad musical es un don inherente al ser humano, pero los hay que poseen esa característica arraigada en su ADN como parte inseparable que conforma un todo. Este es el caso de Chet Baker, un híbrido entre lo humano y lo divino. Charlie Parker influyó de forma magistral en su forma de interpretar y Gillespie hizo lo propio pero, bajo mi punto de vista, fue Miles Davis quien realmente puso los puntos sobre las íes a la hora de hacer comprender a Chet cuál era el “idioma” adecuado para hacer música en mayúsculas. Sin embargo, el de Oklahoma no tuvo el más mínimo reparo en coger lo mejor de cada uno de ellos para hacerlo suyo y demostrar al mundo que había otras formas de hacer infinitamente más creativas y brillantes.
Fue un hombre arriesgado, alguien que desarrolló su vida con una intensidad inusual: estuvo en el ejército, participó en infinidad de bandas, pasó por la cárcel en varias ocasiones, las mujeres nunca le faltaron gracias a su atractivo personal y topó con las drogas con las que jugó sin medida hasta el día de su muerte. Esa forma de entender la vida le pasó una factura insalvable que a la postre le costó su existencia, pero…¿qué diablos importa eso? ¿por qué todos los historiadores, biógrafos o críticos se ofuscan en pretender hacer de Chet uno más de los mártires musicales junto a Parker, Coltrane o Thelonius y tantos otros?¿No sería mucho más fácil aclarar al respetable que los artistas (al menos los talentosos) tienen una peculiar forma de entender la vida que nunca les permite rechazar lo que ellos entienden por imprescindible?
Dicho esto, he de pergeñar una pequeña línea que diferencia al Chet cantante o improvosador vocálico y el Chet trompetista. Llegados a este punto no queda otra que quitarse el sombrero y pasar a mayores. Cuando tocaba la trompeta era mágico pero, bajo mi humilde opinión, la utilización de sus cuerdas vocales era algo insuperable. A día de hoy, nunca he escuchado a nadie llegar a los niveles de perfección, delicadeza, sutileza y maestría a los que él llegaba. De hecho, aún no ha nacido ningún intérprete que pueda compendiar con esa exquisita genialidad voz y trompeta. Eso es indudable en términos absolutos. De ahí el mito Baker.
Naturalmente, la historia de los humanos casi siempre pasa por imperfecciones que, obviamente, nos hacen eso, humanos. Y el caso de este irrepetible compositor pasa por una finalización de su periplo por este curioso mundo con pena. A los 58 años, adicto a la heroína, a la cocaína y las sensaciones fuertes su vida se acabó en un lúgubre hotel alemán donde después de uno de sus habituales particulares homenajes saltó por la ventana llevándose consigo el cuerpo, el talento, la obra y, por qué no decirlo, el resto de lo que podría haber sido el placer de escucharle durante al menos dos décadas más. C´est la vie.
Olmo Harris